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Al otro lado del abismo

¿Hay gente que nace con mal pie?, ¿eso crees? ¿Y si nada es lo que parece?

Margarita Tomás

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443 opiniones
2 capítulos
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Capítulos

A veces, los ángeles duermen en la tierra.

 

Cuando alguien está a punto de  morir el cerebro mantiene la lucidez hasta el último momento. No sé si ha sido por  instinto de supervivencia o cobardía. Lo cierto es que en un instante, no sé cuál, fui incapaz de dominar mis impulsos y cogí el teléfono. A continuación, parecía flotar en una especie de ensoñación y luego llegó la paz. Después no sentía nada, solo vacío.

Aquel día amanecí con un dolor de estómago que me devoraba por dentro. No era un malestar físico, sino más bien,  un animal enardecido que te roe las entrañas. Busqué desesperadamente las pastillas para la ansiedad que me recetó el médico. Tomé dos. Esperé a que hicieran efecto. Sin embargo, no lograba calmarme.  El eco de mis pensamientos me repetía incesantemente: hazlo, hazlo. 

Subí al ascensor hasta la terraza del edificio. Necesitaba sentir el aire en mi cara y respirar.  Quería escapar. Una vez allí me subí a la cornisa y grité:

— ¡Vete!, ¡Quiero que te vayas!

Desde la altura, el viento de levante acaricia mi cara. Durante unos segundos me siento libre. “¿Y si lo hago de una vez por todas? Ahora es el momento. De un salto puedo desaparecer y ser menos que nada.  Se acabará y ya está”. Miro hacia abajo y me imagino allí tirada, como un maniquí roto. ¡Qué horror! No me atrevo a hacerlo. Entro en pánico y desisto. Bajo corriendo las escaleras.

Me dirijo al armario donde he ocultado una botella de alcohol y tomo dos tragos.  Con el primero ya me siento mejor. Quiero dejar de sufrir. Esta vez será la certera.  Entonces preparo la  ceremonia de mi despedida: los  adornos al borde de la bañera, las velas aromáticas  alternadas con las copas de gin, el agua caliente.  Quiero mucha espuma. Vacío media botella de jabón líquido, apago la luz y me deslizo dentro. 

El vapor  empaña el espejo; empiezo a creer que estoy en una nube.  Bebo la primera copa, respiro el cóctel de olores y me abandono. Cojo  la segunda copa. En total he preparado siete. Sí, siete, porque es mi número favorito. Sigo con la siguiente.  Estoy bastante mareada.

 Me giro y alcanzo el cúter que he dejado detrás, en la rinconera. Primero lo clavo en una esquina de la muñeca derecha y lo arrastro a lo largo de la piel. La sangre fluye. No me tiembla el pulso. Luego hago lo mismo con la otra.

 Al principio, he notado cómo la sangre empuja mi sufrimiento. A continuación lo escupe a borbotones.  Después he gozado al observar los caminos perfilados que deja a través de la espuma. Al final, se diluyen en el agua. Y sigo con otra copa de gin. No sé cuántas he tomado, pierdo la cuenta. 

De repente, me invade una pena enorme y lloro con ganas. Me siento tan débil… Ahora veo sus ojos, sus primeras sonrisas, la primera vez que cada una de ellas dijo “mamá”.  Y luego, el manto negro  de la noche infinita  envuelve mi cabeza. No veo nada. Tengo miedo. “¡Oh, no! ¡No quiero morir!” 

Quiero salir, necesito coger el teléfono móvil. La habitación del aseo se tambalea y me agarro a la repisa de la bañera con tal ímpetu que resbalo sobre el borde y me estampo contra el suelo, parte de las velas y las copas se estrellan conmigo. Consigo escapar sin percatarme de que los cristales rotos se han clavado en mis pechos y en el vientre.

Estoy aturdida. Embisto contra las paredes  y sin proponérmelo, dibujo un cuadro macabro. Siento terror. El pasillo se ha convertido en un túnel que parece no tener  fin.  Presiento que ha pasado  una eternidad. No obstante, logro llegar al salón.  Sé que el móvil está  encima de la mesita del centro. Tropiezo con una silla y caigo. Intento levantarme. No puedo, mi cuerpo pesa y  no sé dónde me encuentro. 

Es evidente que mi mente ya no pertenece a este cuerpo.  Creo que voy arrastrándome. Me cuesta respirar, no obstante, mis dedos logran rozar el teléfono. Es inútil, se ha caído y no consigo ver dónde. Serpenteo estirando al máximo los brazos. Palpo por el suelo y toco el sofá. Justo al lado mi mano descubre el móvil. Aprieto las dos primeras teclas tres veces: 112. Al otro lado alguien me responde:

—Emergencias. Dígame.

No puedo contestar. Lo intento, pero no me sale la voz.

 


 

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