A veces, los ángeles duermen en la tierra.
Cuando alguien está a punto de morir el cerebro mantiene la lucidez
hasta el último momento. No sé si ha sido por
instinto de supervivencia o cobardía. Lo cierto es que en un instante, no sé
cuál, fui incapaz de dominar mis impulsos y cogí el teléfono. A continuación,
parecía flotar en una especie de ensoñación y luego llegó la paz. Después no
sentía nada, solo vacío.
Aquel día amanecí con un dolor de estómago que me devoraba por dentro. No
era un malestar físico, sino más bien, un
animal enardecido que te roe las entrañas. Busqué desesperadamente las
pastillas para la ansiedad que me recetó el médico. Tomé dos. Esperé a que
hicieran efecto. Sin embargo, no lograba calmarme. El eco de mis
pensamientos me repetía incesantemente: hazlo, hazlo.
Subí al ascensor hasta la terraza del edificio. Necesitaba sentir el aire
en mi cara y respirar. Quería escapar. Una vez allí me subí a la cornisa
y grité:
— ¡Vete!, ¡Quiero que te vayas!
Desde la altura, el viento de levante acaricia mi cara. Durante unos
segundos me siento libre. “¿Y si lo hago de una vez por todas? Ahora es el
momento. De un salto puedo desaparecer y ser menos que nada. Se acabará y
ya está”. Miro hacia abajo y me imagino allí tirada, como un maniquí roto. ¡Qué
horror! No me atrevo a hacerlo. Entro en pánico y desisto. Bajo corriendo las
escaleras.
Me dirijo al
armario donde he ocultado una botella de alcohol y tomo
dos tragos. Con el primero ya me siento mejor. Quiero dejar de sufrir.
Esta vez será la certera. Entonces preparo la ceremonia de mi
despedida: los adornos al borde de la bañera, las velas aromáticas alternadas
con las copas de gin, el agua caliente. Quiero mucha espuma. Vacío
media botella de jabón líquido, apago la luz y me deslizo dentro.
El vapor empaña el espejo; empiezo a creer que estoy en una
nube. Bebo la primera copa, respiro el cóctel de olores y me abandono.
Cojo la segunda copa. En total he preparado siete. Sí, siete, porque es
mi número favorito. Sigo con la siguiente. Estoy bastante mareada.
Me giro y alcanzo el cúter que he dejado detrás, en la rinconera.
Primero lo clavo en una esquina de la muñeca derecha y lo arrastro a lo largo
de la piel. La sangre fluye. No me tiembla el pulso. Luego hago lo mismo con la
otra.
Al principio, he notado cómo la sangre empuja mi sufrimiento. A
continuación lo escupe a borbotones. Después he gozado al observar los
caminos perfilados que deja a través de la espuma. Al final, se diluyen en el
agua. Y sigo con otra copa de gin. No sé cuántas he tomado, pierdo la
cuenta.
De repente, me invade una pena enorme y lloro con ganas. Me siento tan
débil… Ahora veo sus ojos, sus primeras sonrisas, la primera vez que cada una
de ellas dijo “mamá”. Y luego, el manto negro de la noche
infinita envuelve mi cabeza. No veo nada. Tengo miedo. “¡Oh, no! ¡No
quiero morir!”
Quiero salir, necesito coger el teléfono móvil. La habitación del aseo se
tambalea y me agarro a la repisa de la bañera con tal ímpetu que resbalo sobre
el borde y me estampo contra el suelo, parte de las velas y las copas se
estrellan conmigo. Consigo escapar sin percatarme de que los cristales rotos se
han clavado en mis pechos y en el vientre.
Estoy aturdida. Embisto contra las paredes y sin proponérmelo, dibujo
un cuadro macabro. Siento terror. El pasillo se ha convertido en un túnel que
parece no tener fin. Presiento que ha pasado una eternidad. No
obstante, logro llegar al salón. Sé que el móvil está encima de la
mesita del centro. Tropiezo con una silla y caigo. Intento levantarme. No
puedo, mi cuerpo pesa y no sé dónde me encuentro.
Es evidente que mi mente ya no pertenece a este cuerpo. Creo que voy
arrastrándome. Me cuesta respirar, no obstante, mis dedos logran rozar el
teléfono. Es inútil, se ha caído y no consigo ver dónde. Serpenteo estirando al
máximo los brazos. Palpo por el suelo y toco el sofá. Justo al lado mi
mano descubre el móvil. Aprieto las dos primeras teclas tres veces: 112. Al
otro lado alguien me responde:
—Emergencias. Dígame.
No puedo contestar. Lo intento, pero no me sale la voz.
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